La Compañía de Jesús, cuyos miembros son comúnmente conocidos como jesuitas, es una orden religiosa de clérigos regulares de la Iglesia católica fundada en 1534 por el español Ignacio de Loyola en la ciudad de Roma y a ella perteneció el cura Miguel Hidalgo.
En su fundación también participaron: Francisco Javier, Pedro Fabro, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, Simão Rodrigues, Juan Coduri, Pascasio Broët y Claudio Jayo.
Fue aprobada por el Papa Paulo III en 1540.
Los jesuitas tienen un carácter apostólico y sacerdotal, aunque la conforman también “hermanos legos” o coadjutores, es decir, religiosos no ordenados.
Está ligada al papa por un “vínculo especial de amor y servicio”, su finalidad, según la Fórmula del Instituto, documento fundacional de la Orden (1540) es “la salvación y perfección de los prójimos”.
En términos de Derecho Canónico, la Compañía de Jesús es una asociación de hombres aprobada por la autoridad de la Iglesia, en la que sus miembros, según su propio derecho, emiten votos religiosos públicos y tienden en sus vidas hacia la “perfección evangélica”.
Jesuitas, los intelectuales del catolicismo
La formación en la Compañía de Jesús comienza con un noviciado que dura dos años. Continúa con un proceso de formación intelectual que incluye estudios de humanidades, filosofía y teología.
Además, los jesuitas en formación realizan dos o tres años de docencia o «prácticas apostólicas» (período de “magisterio”) en colegios o en otros ámbitos (trabajo parroquial, social, medios de comunicación, etcétera).
El estudio a fondo de idiomas, disciplinas sagradas y profanas, antes o después de su ordenación sacerdotal, ha hecho de los miembros de la Compañía de Jesús, durante casi cinco siglos, los líderes intelectuales del catolicismo.
Su fundador, San Ignacio de Loyola, quiso que sus miembros estuviesen siempre preparados para ser enviados con la mayor celeridad allí donde fueran requeridos por la misión de la Iglesia. Por eso, los jesuitas profesan los tres votos normativos de la vida religiosa
- Obediencia
- Pobreza
- Castidad
Además, un cuarto voto de obediencia al Papa.
La Compañía de Jesús ha sido una organización que ha vivido entre la alabanza y la crítica, siempre en la polémica. Su lealtad incondicional al Papa los ha colocado en más de un conflicto.
Pablo VI describió a los jesuitas de la siguiente manera (1975): “Donde quiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles o de primera línea, ha habido o hay confrontaciones: en los cruces de ideologías y en las trincheras sociales, entre las exigencias del hombre y mensaje cristiano allí han estado y están los jesuitas”.
La jesuitas y su expulsión de la Nueva españa
Alfonso Alfaro, historiador y director del Instituto de Investigaciones Artes de México, señaló durante una entrevista en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), la importante labor de los jesuitas en los nuevos territorios descubiertos.
Desde su llegada en 1572, a las nuevas tierras descubiertas por Colón décadas atrás, fueron construyendo todo un andamiaje social, educativo, científico y tecnológico, y educaban por igual a las clases más marginadas (los indígenas), que a los peninsulares (españoles) de la parte más alta en la pirámide social novohispana.
“Eran capaces de ‘montarse’ al hebreo y al griego; eran capaces de tener información de China, de India, de Flandes, de Bohemia, de Estados Unidos, y de comunicar todo eso en náhuatl y en pápago y en la tarahumara. Ésa era la élite del país: una élite con contactos con el mundo, con su pasado, con la modernidad tecnológica y con la raíz más profunda del país. Lo que yo creo que le hace falta al país es una elite capaz de hacer eso, es lo que el país perdió (refiriéndose a su expulsión de la Nueva España) y no ha podido reconstruir”, refiere Alfaro.
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Francisco Xavier Clavigero y Echegaray, uno de los jesuitas expulsados de la Nueva España y cuyos restos reposan desde 1970 en la Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México, fue uno de los líderes de esa congregación de criollos que, por primera vez entre los habitantes del virreinato, se reconocen a sí mismos como “mexicanos”.
Casi dos siglos después de su llegada a lo que en ese momento ya era la Nueva España, fueron expulsados al exilio.
En 1767, 43 años antes de que Miguel Hidalgo saliera con sus hombres desde el pueblo de Dolores, tuvo lugar una de las más graves, profundas y aún no reparadas grietas: la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios del vasto Imperio español, indica el historiador.
195 después de su llegada a la Nueva España en 1767, Carlos III, rey de España, tomó la decisión de expulsar a más de 5 mil jesuitas que evangelizaban en territorios que se encontraban controlados bajo la autoridad del monarca español, entre ellos México.
El virrey Carlos Francisco de Croix fue quien recibió el decreto de expatriación por las autoridades de su país natal.
En aquella época, en nuestro país residía un aproximado de 640 jesuitas
Su expulsión fue resultado de una lucha de intereses de la Corona española, que se desembarazaba del principio de autoridad de la Iglesia y sus dignatarios, los jesuitas.
En el advenimiento de la Ilustración –que fundamentaba sus creencias en la razón y la lógica-, la monarquía española adoptó el regalismo, que intervenía civilmente en los asuntos religiosos.
Miguel Hidalgo y su formación jesuita
El 8 de mayo de 1753 en la hacienda de Corralejo cercana a Pénjamo, Guanajuato, entonces perteneciente al obispado de Michoacán, nació el niño que sería bautizado ocho días después en Abasolo, también en Guanajuato, con los nombres de Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga.
Sus padres, Cristobal y Ana María, con antepasados de las provincias vascongadas en el norte de España, vivían con relativa prosperidad y autosuficiencia gracias a las bondades de las tierras del Bajío desde generaciones atrás.
Fue el segundo de 5 hijos: José Joaquín, Miguel, Mariano, José María y Manuel Mariano.
En 1765, José Joaquín y Miguel comenzaron a estudiar en el colegio jesuita de San Francisco Xavier en Valladolid, hoy Morelia.
Tras la expulsión de la Compañía de Jesús dos años después, retomaron sus estudios en el colegio de San Nicolás Obispo, a la sombra de la catedral michoacana, donde tuvieron como profesor, entre otros, a su tío Vicente Gallaga.
José Antonio y Vicente Gallaga, primos hermanos de la madre de Hidalgo, habían tomado también el hábito después de una brillante trayectoria como estudiantes. El primero fue cura de Dolores hasta su muerte acaecida en 1793, y el segundo cura de Celaya y canónigo de Valladolid. A la muerte de José Antonio, lo sucedió en el curato de Dolores su sobrino José Joaquín, quien falleció en 1803, año en que lo relevó su hermano Miguel.
Por sus propios talentos y su formación jesuita, Miguel llegó a dominar el latín y el francés, la lengua de la diplomacia y la cultura ilustrada, y aprendió otomí y nociones de náhuatl y purépecha.
Miguel Hidalgo recibió el orden sacerdotal el 19 de septiembre de 1778 del obispo de Michoacán, Juan Ignacio de la Rocha.
Miguel Hidalgo, el criollo que deseaba una Nueva España menos desigual
Su conducta poco ortodoxa le valía ganar el aprecio de los feligreses al tiempo que generaba amistades, sin embargo, esa misma conducta disgutaba en la jerarquía eclesiástica.
Por lo que debió librar una serie de acusaciones ante las autoridades inquisitoriales. En 1800 sus detractores señalaban que la mucha ciencia de Hidalgo lo había inflado y decidieron acusarlo por sostener proposiciones heréticas.
Para 1807 y 1809 debió enfrentar acusaciones similares además de denuncias por poseer ‘libros prohibidos’.
En 1808, María Manuela de Herrera, una mujer oriunda de Guanajuato, presentó una denuncia inquisitorial contra Hidalgo, a quien acusaba de tener amoríos e hijos no solamente espirituales.
Doña Manuelita confesó haber mantenido una relación con el cura cuando vivía en San Felipe Torresmochas y se enteró de que mantenía otros vínculos amorosos.
Sin embargo, de la primera a la última acusación, ninguna continuó en el tribunal del Santo Oficio porque las pruebas presentadas eran insostenibles.
El siglo XVIII fue de prosperidad económica. La dinastía Borbón abrió las fronteras cerradas de la Nueva España al comercio exterior, rompiendo el monopolio de los primeros siglos coloniales.
La apertura comercial triplicó en pocos años los ingresos fiscales obtenidos a través del comercio y multiplicó casi por siete la actividad mercantil.
Estos números hacían parecer que la Nueva España era uno de los países más ricos del orbe mundial, pero no era así.
Casi toda la riqueza pasaba a llenar las arcas del tesoro español, por eso los extranjeros que visitaban estas tierras decían que la nuestra era una nación de “mucha riqueza y máxima pobreza”; o bien, que el nuestro era “el país de la desigualdad”.
Estas desigualdades, generaron en Hidalgo, considerar una solución contra las injusticias del gobierno virreinal.
La insurgencia que desató el jesuita Miguel Hidalgo
Aunque el movimiento de Hidalgo fue el que desató la insurgencia, hubo conspiraciones previas.
En 1793 fue descubierta en Guadalajara una conspiración de 200 criollos. Quienes eran dirigidos por el sacerdote Juan Antonio de Montenegro, vicerrector del colegio de San Juan Bautista.
Al año siguiente, en la capital de la Nueva España, se produjo la conjura del contador Juan Guerrero.
En 1799, también en la Ciudad de México, tuvo lugar la conspiración de los machetes. Una década más tarde, se descubrió otra más en Valladolid, y se dijo, sin probarlo, que tenía ramificaciones en San Miguel y Querétaro.
Miguel Hidalgo, el héroe humano convertido en divinidad
20 años después de consumada la Independencia de México, el filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle, publicó la obra: “De los héroes y sobre su culto y el culto a lo heroico en la Historia”.
Su interés principal no era el estudio del héroe en sentido mitológico, sino en el de varón ilustre y reconocido por sus hazañas y virtudes.
Según Carlyle, son seis los semblantes que puede adquirir un héroe:
- Divinidad
- Profeta
- Poeta
- Sacerdote
- Hombre de letras
- Rey
El héroe es para el autor escocés un hombre sincero, con una gran alma, un auténtico ser humano. Porque de no ser así carecería de las condiciones indispensables.
Una sinceridad profunda, íntima, que surja del corazón, es la característica de alguien capaz de heroicas empresas.
De acuerdo con esta tipología, Miguel Hidalgo reunió en sí las características del profeta y del sacerdote. Dotado de una luz de inspiración, se torna capitán espiritual del pueblo, un vidente capaz de ver a través de las apariencias de las cosas.
El cura de Dolores se dio cuenta de que en la Nueva España había que terminar con el banquete que se servía en la mesa para una minoría.
Mientras el común de los novohispanos tenía que conformarse con platos de menor categoría o con simples migajas. Y la violencia era la única salida.
“La personalidad de Hidalgo puede discutirse; puede ser tachado, como hombre, de crueldad; como soldado, de impericia. Pero no puede negársele el genio de caudillo que seduce a los pueblos, que los levanta en masas ciegas. Que obra sobre ellos por sugestión irreflexiva y propaga por contagio y como por necesidad involuntaria”, señala el escritor Emilio Rabasa.
Miguel Hidalgo fue un héroe, no en la forma en que se entiende este término. Sino en el sentido que le dio Carlyle: un hombre sincero que supo correr el velo de un gobierno viciado para devolver el orden a la nación y a sus naturales.