Últimamente el concepto de inteligencia emocional es muy utilizado en el campo de la psicología, pues se trata de cómo los padres a través de la educación le pueden ir moldeando una personalidad madura y equilibrada a sus vástagos.
De la misma manera, tiene que ver con la manera con la que interpretamos el mundo e interactuamos con nuestros propios sentimientos y habilidades sociales: la motivación, la empatía, el entusiasmo, la perseverancia, la autoconciencia y el control de los impulsos.
A finales de los años 80, Howard Gardner, psicólogo, investigador y profesor de la Universidad de Harvard, planteó la existencia de diferentes inteligencias, incluyendo entre estas las inteligencias intrapersonal e interpersonal, abriendo al mismo tiempo, un espacio fundamental en la reconceptualización de la educación, y aunque no era esta su intención, esto llevó a tener que reconsiderar el papel que las emociones juegan en ella.
Para 1996, otro psicólogo estadounidense, Daniel Goleman, publicó el libro Inteligencia Emocional (IE), que contenía las ideas audaces e innovadoras que Peter Salovey y John Mayer habían propuesto desde 1990, y que llegaban a cubrir los espacios vacíos dejados por el constructivismo y el construccionismo como propuestas cognitivistas opuestas al conductismo.
Salovey y Mayer plantearon que la IE consistía en la capacidad que posee y desarrolla la persona para supervisar tanto sus sentimientos y emociones, como los de los demás, lo que le permite discriminar y utilizar esta información para orientar su acción y pensamiento.
Esta propuesta vino a cuestionar los modelos educativos que hasta finales del siglo XX insistieron en la construcción de una educación que privilegiaba los aspectos intelectuales y académicos, considerando que los aspectos emocionales y sociales correspondían al plano privado de los individuos.
Lo planteado por estos psicólogos establece que tener una inteligencia emocional implica ser consciente de uno mismo, lo que significa “reconocer nuestros estados de ánimo y de los pensamientos que tenemos acerca de esos estados de ánimo”. En definitiva, como la autoestima, se trata de una competencia que nos ayudará a vivir saludablemente, a entender nuestros talentos y debilidades y a alcanzar un completo bienestar mental.
A través de diversos estudios en la materia, se ha podido establecer que los niños con inteligencia emocional son más felices, más confiados y tienen más éxito; y esta capacidad les ayudará a ser adultos responsables, atentos y productivos.
¿Pero cómo los ayudamos para que desarrollen su IE?
Conoce sus emociones: Como padre debes estar atento a los estados de ánimo de tu(s) hijo(s) y a sus reacciones frente a situaciones cotidianas, para que puedas establecer conexiones con los estímulos que las provocan. Para ello debes enfocarte en una actitud neutra, que no juzgue ni rechace lo que el niño siente, pues ello ayudará a que elimine de su percepción los pensamientos negativos.
Controla sus emociones: Trata de controlar sus impulsos e inhibe sus pensamientos negativos, relacionados con ansiedad, tristeza o enojo exagerado. La intención no es reprimir sus sentimientos, sino buscar un equilibrio entre sus emociones.
Motivalo: En esta tarea, el optimismo es un requisito clave para lograr las metas. El cansancio, la frustración o el fracaso, son buen contrapeso para hacerle ver que a pesar de esos tropiezos, no se deben abandonar los objetivos, pensando siempre en que incluso, las situaciones adversas, dejan enseñanzas positivas que fortalecen la autoestima.
Ayudale a reconocer las emociones ajenas: Esto tiene que ver con la empatía hacia los demás. Es importante ayudarle a los niños a tener conciencia de sus propios estados emocionales y lograr percibir los elementos no verbales asociados con las emociones de los demás, logrando detectar qué necesitan o qué quieren. La empatía constituye una habilidad social fundamental. Se trata de ponerse en el lugar del otro, sintonizar con sus sentimientos y necesidades.
Controlar las relaciones: los especialistas señalan que los individuos deben tener la habilidad y capacidad para relacionarse adecuadamente con las emociones de los otros. El requisito básico para llegar a controlar las emociones de los demás consiste en el desarrollo de dos habilidades: el autocontrol y la empatía. Estas actitudes sociales garantizan la eficacia en el trato a los demás y sin ellas estamos condenados al fracaso e ineptitud social. Al contrario, el desarrollo de estas aptitudes influye en la capacidad de inspirar, persuadir y profundizar en las relaciones con los demás.